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Aquellas fiestas de muertos

Estamos ya cerca de una de las más populares celebraciones del calendario mexicano, tal vez la más importante y tradicional de todas, en razón de que unifi ca a todos los habitantes del país cualquiera que sea el origen étnico, social o económico de su procedencia, pues tal festividad reúne los tiempos y las estirpes a través del más natural de los hechos: la muerte, en razón de lo cual, durante esas fechas, la familia se cohesiona al recordar las líneas familiares de las estirpes que se entreveran y dan origen a otras nuevas.

La fiesta de muertos es una cátedra de historia familiar, conocida y revivida con los relatos de los mayores y las imágenes de los que se fueron, que en estos días salen a relucir e los altares, pero sobre todo en la plática de los mayores.

Para los integrantes de mi generación, la fiesta de muertos daba inicio a mediados de octubre, con la compra de los enseres que se integrarían al altar, velas, veladoras, candeleros, copal, incensarios, papel picado, cazuelitas, jarros y no sé cuántos utensilios más. Por otra parte, se tenían que elegir mesas de diferentes tamaños y alturas, varas para el arco y, desde luego, transformar el comedor, o la sala para dar cabida a toda esta parafernalia de cosas, que se integrarían al altar casero.

En la medida que se acercaba la fecha, se operaba un inusitado movimiento en las cocinas de nuestras casas, donde empezaban a confeccionarse los alimentos que se colocarían en la ofrenda; en algunos hogares de familias serranas se preparaban también las sabrosísimas frutas de horno: galletas azucaradas, que se ofrecían a los visitantes del altar, que eran una delicia para chicos y grandes.

Cómo no recordar el bellísimo altar que se montaba en la casa de la familia Espinoza Milo, originaria de Tianguistengo, radicada en los altos de casona ubicada en la calle de Guerrero.

Considerada como un verdadero bastión en la conservación de las tradiciones de muertos, costumbre que entonces soportaba el duro embate de la fi esta sajona del Halloween, totalmente ajena a nuestras prácticas.

Evoco las visitas a la ofrenda de la señora Milo y sus explicaciones sobre el altar y sus símbolos, pero ante todo, la conversión de la casa, en un templo, donde se celebraba a los difuntos que, durante aquellos días visitaban las casas, en medio de aromas de copal e incienso, mezclados el olor de las frutas y guisados, y colorido de las flores y el papel picado, todo enmarcado por la tenue luz de velas y veladoras y la imagen de los difuntos recordados; hasta de quienes no tenían ya familiares —el ánima sola—, que también tenía lugar en los altares.

Era aquella, decía la maestra Milo, una verdadera fi esta de alegría, porque se recibía con gusto a los familiares que habían partido y regresaban a la casa que, convertida en templo, los recibía con alegría y fervor familiar.

Muchos recordarán que por ahí del día 27 o 28 se tendía en las calles que rodeaban a plaza de la Constitución la llamada plaza o Mercado de Muertos, en el que se expendían las diferentes flores usadas para la ofrenda, tales como, cempasúchil (flor del sol o de veinte pétalos), la roja: manita de león; y la blanca y diminuta nube, que lo mismo servía para adornar los altares que las tumbas en los panteones.

De acuerdo con la costumbre, el 28 de noviembre se recordaba a los muertos que lo hicieron de manera violenta o en un accidente; el 31, a los muertos niños o chiquitos; el 1 de noviembre, a los difuntos adultos, y, finalmente, el 2 se dedicaba a todos, de allí que se llamara Día de Todos Santos o Sanctorum, palabra que dio origen a la corrupción Xantolo, que dio nombre a la festividad de muertos en la Huasteca, donde es la más importante celebración religiosa del año.

Para quienes tenían familiares en el panteón, era obligado realizar una visita para limpiar la tumba y adornarla después con vistosas flores. Era curioso ver cómo los lúgubres cementerios se transformaban durante esos días en paisajes multicolores, que concentraban a miles de personas, que deambulaban por los otrora solitarios andadores, llevando los arreglos que alegrarían los sepulcros.

Una de las cosas que más gustaba a quienes entonces éramos niños o adolescentes, era asistir al final de la jornada de recordación de los muertos, a las decenas de puestos que se tendían fuera del panteón, donde lo mismo se expendía barbacoa, con tacos de diversos guisados, ricos huaraches de nopales, papa, tierritas y otros aderezos, sin faltar enchiladas o chilaquiles, tamales de hoja de maíz o plátano, aunque también los había “encuerados” (sofritos en manteca), todo lo cual era acompañado con aguas frescas de sabores, refrescos embotellados, cervezas y pulque blanco o curado.

El paso del tiempo ha dejado su huella en la celebración actual (de la fiesta de muertos) y si bien en muchas públicas hay un trasfondo histriónico o turístico, como los desfiles que se realizan en Ciudad de México, a partir del particular desfile que puso de moda una de las recientes películas de James Bond, lo cierto es que, celebraciones caseras retoma la vieja tradición heredada de nuestros bisabuelos y abuelos, esa que ha dado a México el calificativo de país de la muerte.

Juan Manuel Menes Llaguno | Cronista del estado de Hidalgo

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