No hace falta agachar la cabeza. Tampoco doblar la rodilla. Menos aún bajar la mano abierta desde la frente hasta el tórax, llevarla a la tetilla izquierda, luego a la derecha y rematar con un beso en el dedo índice encimado al pulgar. Basta con abrir a plenitud las fosas nasales, permitir que se impregnen del incienso a papel embarnecido que expelen aquellas toneladas de ejemplares hacinados sobre las mesas o en el ordenado desorden de los anaqueles. Tras esta devota práctica-preludio, entrar de golpe al oratorio. Peregrinar, si es posible durante horas enteras, por sus barrocos altares garigoleados con letras de molde. Confesar ante ellos nuestra pecaminosa bibliomanía. Darles fraternalmente la paz con una ojeada o la lectura de varios párrafos. Y después de su bendición, salir —en gracia, purificados, trascendentes— al mundo, demonio y carne de lo cotidiano.
Santuarios, que no meras librerías de viejo. A ellos-ellas acudo por mero solaz o como obra pía, en busca de una quimérica redención. Venero, sin solemnidad ni rigidez, lo que simbolizan sus iconos. Les entono himnos, aleluyas, motetes (nunca los fúnebres misereres).
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Mis predilectas son las librerías chilangas, tanto las de la céntrica calle Donceles como las de la avenida Álvaro Obregón y otras rúas de mis antaño adolescentes colonias Roma, Hipódromo, Condesa. Evoco con gratitud los pininos exploradores que hice en las ahora desaparecidas sobre las avenidas Hidalgo, Puente de Alvarado, Cuauhtémoc. Lamento que se hallen en virtual proceso de extinción las cercanas al metro Miguel Ángel de Quevedo. Porque en todos esos recintos he logrado siempre ejercer mi libertad. Porque, así sea casi de milagro, consigo no sólo aislarme del infernal ruido externo sino divorciarme de la cultura elitista o acartonada. Porque a ellos debo algunos de los muchísimos gozos que la vida me ha dado en concesión.
Este 23 de abril, Día Internacional del Libro y no sé cuántas otras cosas (la lectura, la industria editorial, el derecho de autor, la propiedad intelectual, más lo relacionado con ello), extiendo un cumplido a los heroicos comercios que contra viento y marea siguen poniendo a nuestro alcance la bendita costumbre del libro de viejo (o para llamarlo con eufemismo: el libro de la tercera edad). Pienso que Miguel de Cervantes Saavedra, William Shakespeare y los otros escritores homenajeados cuya fecha de muerte o nacimiento coincide con la de hoy, han de sentirse como pavorreales al saber que su legado ande por ahí, hibernando en cuevas librescas, a la espera de eventuales clientes o leyentes de ocasión.
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Lo festejo, claro está, rodeado de libros. Enamorándolos con la vista. Acariciando sus páginas al voltearlas. Dándoles sobaditas al lomo, como nos sugería hacer Enrique Pinzón Novoa, maestro del taller de encuadernación al que me inscribí en la preparatoria, donde sus privilegiados alumnos, además de empastar las obras que llevábamos, solíamos charlar de literatura con él.
Llenas sean de gracia, antiguas, entrañables, apapachadoras librerías-santuario.