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Ahí les encargo mi audioteca

Me doy prisa porque quiero dejar todo listo. Libros, cuadernos, carpetas, papeles sueltos, recortes, apuntes, fotos. Léase: documentos tangibles, retazos físicos de cuanto he escrito y recopilado, testimonios de ideas propias y ajenas salvadas de la pérdida o el olvido gracias a un bolígrafo, una máquina de escribir, una cámara fotográfica, una impresora conectada a la compu. De preferencia, que incluyan fichas técnicas: nombres, fechas, fuentes, créditos, notas complementarias o aclaratorias. Consultables por quienquiera, al alcance de la mano y en cualquier momento.

Me preocupa, sin embargo, cómo y dónde salvaguardar los sonidos con que le di validez emocional a mis tiempos. Quizá poca gente a quien la vida privilegió con el don de ser escucha, de llevar a su cerebro miles de ruidos, murmullos, resonancias, timbres de voz, cantos, melodías, ambientes naturales, y acurrucarlos junto a las neuronas de olores, sabores y texturas, tiene tanta gratitud hacia la memoria sonora como yo (de ahí el genérico título de Son…idos de la Huasteca que elegí para mis programas en Radio Educación).

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Podría citar aquí varias de mis fijaciones auditivas, pero me concentraré en una como muestra, imposible ya de resucitar: el traqueteo de los viejos tranvías de madera que iban de Tampico a la playa Miramar, sobre todo cuando el maquinista aceleraba en el tramo abierto que cruza Árbol Grande, Refinería y Andonegui. ¡Qué de bufidos emitía el vehículo, cómo se bamboleaba! Lástima que en aquellas lejanas mocedades no disponía yo de un equipo de grabación y, hasta donde sé, nadie se preocupó nunca por registrarlo en cinta magnética. ¡Lo que daría ahora por volver a oír ese paisaje sonoro y ponerme chinita la piel!

Existe un fondo a mi nombre en la Fonoteca Nacional. Lo ocupan todos los discos de 78 y 45 revoluciones por minuto que adquirí en mis viajes por el país, la mayoría dedicados a música regional mexicana. Algún día sumaré a ese acervo mis numerosos acetatos (vulgo: elepés). También, claro, los discos compactos y los casetes, cuantimás aquellos que contienen mis grabaciones de campo y de estudio (ambos tipos de respaldo son los que más me quitan el sueño, debido al inminente riesgo de que pronto no tenga manera de reproducirlos; por eso estoy digitalizándolos y archivándolos en un disco duro externo, aunque temeroso siempre de que extravíe este aparatito o, peor, lo dañen sin remedio los virus, la humedad, el polvo, el clima, el sobreuso; y entonces sí, no habrá tecnología capaz de abrirlo, menos aún de revivir sus tesoros).

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De acuerdo, mucho de sentimentalismo hay en esta tarea, pero le antepongo mi loca fascinación hacia los repositorios documentales, convencido de que mañana o pasado podrían ser útiles a otras personas igual de investigadoras (en el fondo, añorantes) que este obsesivo vozquetintero. En caso contrario, ¿para qué diablos entonces mantener paraísos como el Archivo General de la Nación e hincarles el diente a los tentadores frutos de su árbol de la ciencia histórica?

Dilema paralelo al anterior es elegir entre las ediciones físicas y las digitalizadas si quiere uno halagar el oído con cierta pieza musical (lo mismo vale decir del libro electrónico), pero en otra ocasión trataré el asunto. Mientras tanto, con el permiso de ustedes, regreso a mi talacha preservadora. No vaya a ser que resulte lo opuesto a una de mis rolas favoritas, aquella de los tales Jagger, Richards, Jones, Wyman y Watts: Time is on my side.

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